La Galería Maisterravalbuena se sumó a la última edición de Apertura Madrid Gallery Weekend presentando la segunda parte de su repaso a la producción de la artista argentina Sarah Grilo, que iniciaron en un primer capítulo expositivo el pasado julio.
Buena parte de su trayectoria transcurrió en nuestro país y, en 1985, el entonces Museo Español de Arte Contemporáneo de Madrid le dedicó una interesante retrospectiva; también participó en diversas ediciones de ARCO de la mano de la Galería Jorge Mara, sin embargo, la valoración de la obra de esta autora ha sido solamente parcial en España y la noticia de su fallecimiento, en agosto de 2007, también tuvo un eco más bien ligero.
Tuvo que ver en ello su carácter; era tan trabajadora como reservada, también su creación ajena al pulso de las corrientes y al deseo de epatar. Alumna de Vicente Puig, formó parte Grilo del Grupo de Artistas Modernos de Buenos Aires, colectivo que renovaría la abstracción en Argentina, y se instaló también en Francia y España antes de recibir una de las becas Guggenheim, que la llevó a Nueva York, donde se dejó influir por los graffitis urbanos característicos de la ciudad entonces para otorgar a su trabajo grafismos suaves. La década de los setenta la pasó en el sur de nuestro país y en los primeros ochenta alternó Madrid y París hasta afincarse, definitivamente en 1985, a este lado de los Pirineos.
Hay que subrayar el peso en su trabajo de esa estancia americana: en Estados Unidos sus intereses viraron de un postcubismo figurativo hacia la abstracción geométrica; tomó elementos del expresionismo abstracto (la afirmación del carácter expresivo del arte, la vigencia del gesto, los grandes formatos) y fundió garabatos y símbolos a la hora de alumbrar, ya en los inicios de los sesenta, una pintura enérgica en la que muchos encuentran anticipos del arte más que urbano de Basquiat.
Cuando abandonó Nueva York, evolucionó Grilo justamente hacia una mayor libertad gestual; sus pasadas figuras quedarían definitivamente sustituidas por letras y cifras en lienzos que remiten nuevamente, desde una delicadeza radical, a los graffitis y los carteles urbanos de aquel tiempo en que la publicidad estaba especialmente en la calle. La ciudad generaba a la artista una seguridad, según confesó, que le empujaba a pintar; continuamente encontraba en sus paseos, incluso en sus miradas por la ventana, motivos susceptibles de ser trasladados a sus telas e incorporados a territorios abstractos.
Aunque no regresara a la figuración en el paso de las décadas, sí necesitó llevar lo real a sus obras, sobre todo tras el empuje recibido en aquella Nueva York que era en los sesenta centro creativo internacional y casi cuna del Pop Art. La argentina se nutrió de esa energía pero sin adscribirse a tendencias concretas, manteniendo su independencia, y es probable que su condición de extranjera que no dominaba el inglés tuviera que ver en su empleo discursivo del lenguaje a la hora de llevar la realidad al lienzo desde su periodo en Estados Unidos.
Las inscripciones, palabras y signos que encontramos en los suyos procedían a veces de anuncios o titulares de prensa; otras, de las inscripciones que encontraba en los muros urbanos y, al aplicar sobre ellos veladuras pictóricas, podía poner en cuestión la certidumbre de sus mensajes.
Sus códigos creativos estaban ya perfectamente consolidados cuando se asentó en Europa y no trató de someterlos a una evolución o a encajes programáticos; primaba en sus trabajos, palabras aparte, la mera condición de pintura.